Cuento de dos partidos

26.Jun.11    Biblioteca virtual
   

A pesar de los constantes y socarrones comentarios sobre la manera atrabancada en que manejo, múltiples condiciones llevan a que una y otra vez quede al frente del volante. A veces es la falta de licencia de otro camarada, a veces la falta de sueño, en fin.

Esta vez el viaje, pese a que era largo y complicado o más bien por eso, era urgente. Habí­a que salir cuanto antes. Habí­amos perdido mucho tiempo dando vueltas en un pueblito donde las calles, todas de doble sentido, aparentemente no llevaban a ningún lugar.


Entre maldiciones y golpes a una guí­a roja de caminos insistí­an todos los pasajeros en la importancia de la reunión a la que se tení­a que llegar. Era un grupo numeroso y decisivo de compañeros obreros con los que se pretendí­a hablar. Aunque habí­a que atravesar montes y sortear muchas curvas valí­a la pena ir.

Unos minutos después de salir del pueblito noté por el retrovisor un perro flaco que corrí­a detrás de nuestro coche. Era un animal con el que habí­a compartido algún alimento durante nuestro extraví­o, fuera de eso no le presté mucha atención.

Vale la pena describir que el paisaje era árido, avanzábamos sobre un empinado descenso, era una noche iluminada por unas estrellas, su luz aunque lejana se antojaba más acuosa que el terreno por donde andábamos. El motor hací­a ruidos extraños, tal vez tendrí­a piezas sueltas o le faltaba alguna afinación, sin embargo la máquina respondí­a, se esforzaba su motor, y nos acercaba a nuestro destino.

Después de recorrer más de una hora de camino observé que el mismo perro nos seguí­a correteando, el pequeño grosor de los vidrios silenciaba sus ladridos y por eso no me habí­a percatado antes de su esforzada carrera.

Me maravillé de su persistencia. Claro, los perros suelen ser caprichosos y explosivos, babean, gimen, se rascan las pulgas, ladran, muerden y se revuelcan con violencia. Pero alejándose de ellos generalmente te dejan en paz. Tal vez lo habí­a enojado al quitarle de sus fauces un periódico que él consideraba un juguete y que yo tení­a que llevar a la reunión, o alguna otra cosa.

La situación se volvió inverosí­mil cuando la hora se transformó en dos y tres. El perro indignado adoptaba la clásica postura de los perros indignados. Amenazaba las llantas como en un primitivo acto de cacerí­a. Como si sus dientes pudieran alimentarse de la maquinaria automotriz.

A las cuatro horas de avanzar en nuestro camino, y a las cuatro horas de persecución para el perro, éste se aventó enfrente del coche. Frené al tiempo que maldecí­a al perro, esto lo hice en parte por consideraciones humanitarias y en mayor parte por consideraciones estéticas, pretendí­a llegar con el coche limpio a la reunión. Metí­ reversa unos segundos y cuando el perro se hizo a un lado continué avanzando.

Todaví­a durante una quinta hora el perro amenazaba desde el flanco. í‰sta vez opté por acelerar y no permitir otro acto como el anterior. Los camaradas agotaban su paciencia, mentaban la madre al canino y me reprochaban el haber perdido más tiempo.

No sabrí­a decir que sobrenatural fuerza le dio esas ganas de corretearnos y ladrarnos durante cerca de ocho horas, casi parecí­a cuento de espanto o preámbulo de un chiste.

En algún punto el camino tení­a desfiladeros por ambos lados. En ese peligroso trecho el perro hizo acopio de todas sus energí­as. Impulsado por un demencial esfuerzo rebasó nuestro coche y se paró unos metros adelante, justo en medio del camino.

Si hubiese tenido más tiempo que unos instantes hubiera sudado, todos mis nervios entraron en tensión, el cerebro se volvió una tormenta fugaz. Frenar nos hubiese derrapado, desbarrancar a los camaradas del Comité Central ciertamente hubiese sido criminal. Todo el peso de mi cuerpo aplastó el acelerador.

El perro sufrió el choque del automóvil con toda la fuerza y violencia que era capaz de desarrollar. Dejó de existir como animal y se transformó en un collage de piel, huesos y ví­sceras. El coche quedó manchado de sangre. Habrá que limpiarlo en un descanso a medio camino pensé, mis camaradas estaban durmiendo y no notaron lo que pasó.

No acabaron las peripecias de nuestro largo camino, pero ahí­ terminó la historia del perro.