Entre maldiciones y golpes a una guía roja de caminos insistían todos los pasajeros en la importancia de la reunión a la que se tenía que llegar. Era un grupo numeroso y decisivo de compañeros obreros con los que se pretendía hablar. Aunque había que atravesar montes y sortear muchas curvas valía la pena ir.
Unos minutos después de salir del pueblito noté por el retrovisor un perro flaco que corría detrás de nuestro coche. Era un animal con el que había compartido algún alimento durante nuestro extravío, fuera de eso no le presté mucha atención.
Vale la pena describir que el paisaje era árido, avanzábamos sobre un empinado descenso, era una noche iluminada por unas estrellas, su luz aunque lejana se antojaba más acuosa que el terreno por donde andábamos. El motor hacía ruidos extraños, tal vez tendría piezas sueltas o le faltaba alguna afinación, sin embargo la máquina respondía, se esforzaba su motor, y nos acercaba a nuestro destino.
Después de recorrer más de una hora de camino observé que el mismo perro nos seguía correteando, el pequeño grosor de los vidrios silenciaba sus ladridos y por eso no me había percatado antes de su esforzada carrera.
Me maravillé de su persistencia. Claro, los perros suelen ser caprichosos y explosivos, babean, gimen, se rascan las pulgas, ladran, muerden y se revuelcan con violencia. Pero alejándose de ellos generalmente te dejan en paz. Tal vez lo había enojado al quitarle de sus fauces un periódico que él consideraba un juguete y que yo tenía que llevar a la reunión, o alguna otra cosa.
La situación se volvió inverosímil cuando la hora se transformó en dos y tres. El perro indignado adoptaba la clásica postura de los perros indignados. Amenazaba las llantas como en un primitivo acto de cacería. Como si sus dientes pudieran alimentarse de la maquinaria automotriz.
A las cuatro horas de avanzar en nuestro camino, y a las cuatro horas de persecución para el perro, éste se aventó enfrente del coche. Frené al tiempo que maldecía al perro, esto lo hice en parte por consideraciones humanitarias y en mayor parte por consideraciones estéticas, pretendía llegar con el coche limpio a la reunión. Metí reversa unos segundos y cuando el perro se hizo a un lado continué avanzando.
Todavía durante una quinta hora el perro amenazaba desde el flanco. í‰sta vez opté por acelerar y no permitir otro acto como el anterior. Los camaradas agotaban su paciencia, mentaban la madre al canino y me reprochaban el haber perdido más tiempo.
No sabría decir que sobrenatural fuerza le dio esas ganas de corretearnos y ladrarnos durante cerca de ocho horas, casi parecía cuento de espanto o preámbulo de un chiste.
En algún punto el camino tenía desfiladeros por ambos lados. En ese peligroso trecho el perro hizo acopio de todas sus energías. Impulsado por un demencial esfuerzo rebasó nuestro coche y se paró unos metros adelante, justo en medio del camino.
Si hubiese tenido más tiempo que unos instantes hubiera sudado, todos mis nervios entraron en tensión, el cerebro se volvió una tormenta fugaz. Frenar nos hubiese derrapado, desbarrancar a los camaradas del Comité Central ciertamente hubiese sido criminal. Todo el peso de mi cuerpo aplastó el acelerador.
El perro sufrió el choque del automóvil con toda la fuerza y violencia que era capaz de desarrollar. Dejó de existir como animal y se transformó en un collage de piel, huesos y vísceras. El coche quedó manchado de sangre. Habrá que limpiarlo en un descanso a medio camino pensé, mis camaradas estaban durmiendo y no notaron lo que pasó.
No acabaron las peripecias de nuestro largo camino, pero ahí terminó la historia del perro.