El destino fue la Embajada de Estados Unidos. Símbolo del imperialismo y la intervención genocida. Desde el Hemiciclo, sobre Avenida Juárez, cruzando la Avenida de los Insurgentes y hasta avenida Reforma, el bloque del Partido Comunista de México parecía sellar así la memoria y su inevitable destino. El mismo de los juaristas, de la insurgencia independentista y de la guerrilla anticolonialista. Paso a paso, los héroes parecían unírseles. Coro a coro. Como una fuerza invisible parecida a una ráfaga de viento que empujaba la marcha, estirando las banderas, haciendo del martillo y la hoz un motor de acero. Les alentaba hacia la historia combatiente mexicana. Hidalgo, Morelos, Zapata, Villa, Arturo Gámiz o Rubén Jaramillo, al lado del contingente rojo; y luego, Camilo, el Che, Almeida, Mella, y también Manuel Marulanda, Raúl Reyes y Alfonso Cano, habitando una bandera de las FARC-EP, que como en cada manifestación del PCM, ocupa su lugar en medio del grupo, justo en el corazón.
Un piquete de policías del Distrito Federal resguardaba la Embajada estadounidense; pero por dentro; amotinados con armadura antibalas, dispuestos a defender a un régimen que, no obstante, jamás les daría visa para entrar a ese país. Y sin embargo, ahí estaban, esclavos , con el rostro quemado por el sol, con las cicatrices que deja la inmundicia de la violencia y marcado por las botas de quienes les oprimen, mirando sin comprender aquello ¿Qué son esas banderas rojas? ¿Qué son esos rostros alegres y decididos? ¿Qué son esos puños como lanzas, y esas dignidades como escudos?
¡Fidel, Fidel, qué tiene Fidel que los imperialistas no pueden con él! ¡Cuba sí, yanquis no!, cantaban los comunistas, con imágenes del Che, de Raúl y del mismo Comandante en Jefe, montadas como estandartes, rostros que rompían el reflejo de las ventanas de la Embajada y la dejaban sin brillo, así en México, como en Cuba, como en el mundo.